Hoy es el Día del Trabajo, o del Trabajador, o quizás sólo del sindicalista. Y como cada año, toca ver el desfile sindical, las consignas rancias, los discursos reciclados y, cómo no, la bandeja de gambas para los que aguanten todo el mitin sin desmayarse de aburrimiento.
Mientras los trabajadores reales madrugan, pagan impuestos y siguen sosteniendo el chiringuito, otros se apropian del relato, se hacen la foto, y se reparten la gamba.
Los sindicatos mayoritarios —esos que hoy se envuelven en pancartas de cartón— fueron los mismos que firmaron sin pestañear la subida de la edad de jubilación a los 67. ¿Para todos? No. Para los currantes del sector privado. Sus afiliados reales, los funcionarios y liberados, mantienen sus privilegios intactos. Y para rematar la desvergüenza, se suman con entusiasmo a las protestas francesas por mantener la jubilación a los 60. La coherencia brilla por su ausencia, pero el catering sigue en pie.
Yo tengo 52 años. Desde que tengo uso de razón, España arrastra paro estructural, precariedad y una Seguridad Social que es más sistema de expolio que de protección.
Nos repiten que es solidario, que cuida de todos. La realidad es que ha servido para fomentar el subsidio como herramienta de compra de votos, destruir el incentivo al esfuerzo y perpetuar la dependencia del Estado.
Y ojo con las cifras: nos dicen que la economía va bien, que en 2024 crecimos más que la media europea. Pero nadie menciona que para lograr ese “crecimiento”, la deuda pública se ha duplicado. Lo que antes se llamaba pan para hoy y hambre para mañana, ahora se llama “plan de estabilidad”. Un país que debe el 110% de su PIB no crece: se endeuda para no hundirse.
Las matemáticas son muy tozudas
En 2008, España llegó a ser la octava economía del mundo en PIB nominal. Hoy, ocupa el puesto 15 y bajando. Hemos perdido peso, influencia y ambición. Nos resignamos a sobrevivir en vez de prosperar. Y lo peor es que podría haber sido distinto.
Si solo una parte de las cotizaciones sociales se hubiera destinado al ahorro y la inversión —en lugar de financiar subsidios y pensiones no contributivas— cada trabajador podría hoy jubilarse con un capital digno.
100 euros al mes durante 40 años, invertidos al 7 % anual, suman más de 260.000 €.
Pero preferimos el reparto clientelar y el voto cautivo.
Hoy, como cada 1 de mayo, el verdadero trabajador ni está ni se le espera. No está en la tarima, ni en la gamba. Está en su taxi, en su taller, en su bar, en su consulta, en su almacén.
O directamente, está harto.
Porque el trabajo no se grita. Se hace, se crea. Si sólo se reparte nos hundimos.
Y porque celebrar este fracaso con gambas… es el reflejo perfecto de una sociedad que ha cambiado la dignidad por la subvención.
«TRAGANDO SAPOS»
