Últimamente se habla mucho de la “violencia financiera” y del impacto emocional del sobreendeudamiento. Es un enfoque legítimo, pero incompleto, sobre la deuda y la salud mental.
Porque, ¿Quién habla del acreedor? que pasa con esa deuda y la salud mental.
Del arrendador que no cobra su renta.
Del avalista arruinado por la irresponsabilidad ajena.
O del autónomo que prestó un servicio y no ve un euro.
Lo siento, pero tras muchos años de ejercicio profesional, tengo que decirlo claro: la mala suerte existe, pero es la excepción.
Y más aún: rara vez un caso grave de endeudamiento proviene de una sola mala decisión. Lo habitual es una concatenación de decisiones equivocadas, muchas veces tomadas desde la emoción, la inmediatez o la presión social, y no desde la lógica ni la razón.
Y sí, empatizo con mis clientes. Pero lo primero que les digo es: asuman su parte de responsabilidad. Si no lo hacen, acabarán culpando al abogado, al sistema, al banco, o a su primo.
A partir de ahí, peleamos su caso con todo. Pero desde la verdad.
¿Somos adultos? ¿Leemos lo que firmamos? ¿Sabemos sumar y restar?
Dice la RAE que responsabilidad es:
Obligación moral de alguien de responder de algo o de alguien, o de hacerse cargo de sus consecuencias.
Además, no olvidemos una verdad incómoda:
La escasa embargabilidad de los salarios medios hace que muchos créditos sean incobrables. ¿Consecuencia? El crédito se restringe, se encarece, y la oferta de alquiler se reduce.
Y aquí va el verdadero toque de atención:
Si la narrativa imperante es la condescendencia ante el error, lo acabamos normalizando, incluso en la Ley. Y si eso ocurre, nos hundimos como sociedad. Enteramente.
Más victimismo no es la solución.
La salud mental no mejora con excusas. Mejora con responsabilidad.
Y eso, aunque duela, se llama madurez.