Nos dicen que durante en apagón fuimos un ejemplo de civismo. Que la gente se comportó con responsabilidad, con calma, con ese estoicismo ciudadano del que tanto presume el europeíto medio. Pero no. No fue civismo. Fue parálisis. Perplejidad. Mansedumbre.
Lo que vimos durante el apagón no fue una sociedad madura y consciente, sino un rebaño aturdido al que le han desenchufado el simulacro de vida.
Una sociedad infantilizada, domesticada por décadas de hedonismo barato, hiperconectada y, sin embargo, desconectada de toda noción de poder real.
La narrativa oficial: “Todo funcionó gracias al civismo ejemplar del pueblo”. La realidad: no sabíamos qué hacer. No sabíamos si hacer algo.
Porque el ciudadano moderno ya no decide, ya no actúa, ya no desobedece: espera instrucciones.
Me pregunto ¿Qué hubiera sucedido si al apagón «diurno» le hubiera seguido el «nocturno»?
Se ha confundido:
- la virtud con la pasividad,
- el respeto con el miedo,
- la convivencia con el adiestramiento.
Hemos sido enseñados a obedecer desde la cuna, a no molestar, a no levantar la voz si no es en redes sociales y desde el sofá.
Nos creemos protagonistas de una democracia, pero vivimos en una escenografía donde la izquierda y la derecha se turnan para que todo siga igual.
Una maqueta con urnas, debates televisados y promesas recicladas. Un decorado barato que apenas disimula lo esencial: no gobernamos nada. No decidimos nada. Solo consumimos. Y cuando se apagan las luces, ni eso.
Dentro de esa maqueta, nosotros somos los muñequitos. Somos parte del atrezo de un Estado que ya no protege, sino que gestiona —gestiona nuestra obediencia, nuestra resignación, nuestra mansedumbre.
Y lo peor es que lo llamamos civismo, pero la verdad es que nadie piensa, sólo sigue a su tribu (ver)
Otro sapo que nos tragamos, con su cívico relato…
«TRAGANDO SAPOS»
