La reacción ante las ideas incómodas revela más sobre nuestras certezas que sobre el que las plantea. El débil mental atacar al mensajero.
Hay algo casi automático en esta época de piel fina y pensamiento fofo: cuando una verdad te incomoda, atacas al que la dice. No lo refutas, no lo rebates, no argumentas. Lo desacreditas.
No es nuevo, pero sí más cobarde. Ya no se responde con razones, sino con adjetivos: que si manipulador, que si populista, que si tono inapropiado. No hace falta rebatir, basta con arrojar una etiqueta. Más cómodo, más elegante, más cobarde.
Pero ¿qué es lo que activa la reacción?
Porque lo que duele no es la idea ajena. Lo que realmente escuece es cuando esa idea apunta a una creencia tuya. De las profundas. De esas que nunca has puesto en duda porque están ahí desde siempre, como el nombre que te dieron. Ideas que has confundido con tu identidad.
Ideas o creencias que no sabes ni si son tuyas o heredadas, pero que defiendes con uñas y dientes porque sin ellas te sientes perdido.
Entonces salta el resorte. Y no se te ocurre otra cosa que matar al mensajero. Con buenas maneras, claro. Con tono académico o indignación postiza. Pero con una intención clara: que no se note que te ha dolido. Que no se note que estás temblando por dentro.
Eso es lo que pasa cuando una verdad toca hueso: que se te descose el personaje. El que va por la vida opinando de todo, pero que no soporta que le cuestionen lo suyo. El que predica apertura, pero vive encerrado en su relato. Ante ideas incómodas: introspección
Y lo peor: después del ataque, vuelta al disfraz. A la pose de civilizado, racional, superior. A fingir que todo está bien, que eres coherente, que tu narrativa sigue intacta.
No hay mayor síntoma de debilidad que ofenderse por una idea.
Ni mayor fortaleza que sostener la mirada cuando una verdad tambalea tus certezas.
No te ofendas. Pregúntate por qué te ofende.
Y si no tienes respuesta, tal vez ya la tengas.