Durante la pandemia dije que el mundo había cambiado para siempre. Me equivoqué. No fue el fin del mundo.
Ha cambiado, sí, pero no tanto. No lo suficiente. Seguimos siendo los mismos: un mucho más digitales, un poco más neuróticos, pero igual de predecibles.
También me prometí algo que sí he intentado cumplir:
no dejarme arrastrar por los titulares grandilocuentes ni por las profecías apocalípticas disfrazadas de periodismo.
Porque si algo demostró ese tiempo fue nuestra facilidad para exagerarlo todo y para olvidar aún más rápido.
Vivimos un paréntesis que creímos que lo cambiaría todo.
Que nos haría más conscientes, más humanos, más despiertos. Y aquí estamos: consumiendo ansiedad en redes, delegando criterio en tertulianos, y pensando que una noticia nos arruina el día… hasta que otra la sustituye.
Estos días el fin del mundo lo traen los aranceles, algo que existe desde hace 5.000 años. Paradójico, ¿verdad?
Yo ya no creo en el “nuevo mundo” como consecuencia de un susto a golpe de titular. Creo en el mismo mundo de siempre, con el decorado un poco cambiado. Y en la necesidad de no vivir al ritmo de cada portada, es más creo que de seg
El cambio es constante, sin embargo, lo que sí que creo es que la tecnología avanza tan rápidamente que va a provocar bastantes turbulencias, pero eso no es el fin del mundo, sino de nuestro mundo, aunque de eso ya he hablado bastante.
Quizás deba de dar un paso atrás par ver con perspectiva
Un buen amigo, inteligente de verdad —de esos que no hacen alarde, pero siempre aciertan— me confesó hace poco que desde que dejó de ver noticias, es más feliz y le va mejor. Y lo creo. Hay un punto de cordura en desconectarse del ruido para poder escuchar la vida real.
A veces pienso que todos vivimos atrapados en nuestro propio relato. Y quizás yo también. Tal vez esta reflexión no sea más que mi forma de contarme que veo las cosas más claras, cuando en el fondo solo he cambiado de cuento.
