Durante siglos nos creímos el centro del universo ¿Qué pintamos en todo esto humanos?
Cuando Copérnico nos echó del trono, nos inventamos otro: el de la “raza superior”, la “conciencia privilegiada”, el “ser racional”.
Siempre buscando excusas para sentirnos indispensables.
Ahora, frente al espejo frío de la inteligencia artificial, vuelve la vieja pregunta:
¿qué nos hace únicos?
¿qué nos diferencia? Y ¿Qué somos los humanos?
Insignificantes… pero únicos
Somos polvo de estrellas.
Una casualidad improbable en una esquina irrelevante de una galaxia ordinaria.
El universo no sabe que existimos.
No nos necesita.
No nos espera.
Y, sin embargo, en todo lo que hemos explorado, no hemos encontrado nada que se nos parezca.
Ni un eco de conciencia.
Ni una chispa de auto-reflexión.
Solo materia indiferente girando en silencio.
El error sagrado: el asombro
Lo que nos distingue no es la tecnología.
No es el lenguaje.
No es la memoria.
Es el asombro.
El hecho de que, siendo nada, nos preguntamos por todo.
Un chimpancé puede usar una herramienta.
Una IA puede traducir 200 idiomas en segundos.
Pero sólo un ser humano mira una noche estrellada y se pregunta:
“¿Qué demonios es todo esto, y qué hago yo aquí?”
No sabemos si ese error es una anomalía local o una chispa universal.
Pero hasta ahora, es nuestra única seña de identidad.
El dilema: ¿seremos los últimos «humanos»?
Quizá la IA nunca sienta nada.
Quizá nunca cruce el umbral del asombro.
O quizá, cuando lo haga (si lo hace),
nosotros ya hayamos dejado de preguntárnoslo.
Porque el riesgo no es que las máquinas nos superen.
El riesgo es que nosotros dejemos de ser humanos antes de que ellas aprendan a ser algo más.
Somos polvo.
Pero polvo que sabe que es polvo.
Y eso, de momento,
ninguna máquina lo ha conseguido.