El ser humano sufre desde el momento en que toma consciencia. Sufre porque desea, porque recuerda, porque anticipa. Sufre porque ama y porque teme perder lo amado. Y sufre, sobre todo, porque sabe que es finito. Esa consciencia de ser, ese don maldito que nos diferencia del animal, es también la fuente inagotable de nuestra vulnerabilidad.
No sabemos cuánto tiempo nos queda. Lo intuimos, lo tememos, lo ignoramos. Pero hay algo que, en la madurez, se vuelve evidente: la tregua que llamamos vida no es más que una sucesión de momentos de pausa entre un dolor y otro. Y no lo digo con pesimismo, sino con la sobriedad de quien ha vivido lo suficiente como para entender que el sufrimiento no es una desviación del camino, sino el camino mismo.
Lo paradójico es que el progreso nos ha dado tiempo para pensar en ello. Antes, la supervivencia absorbía toda nuestra atención. El hambre, el trabajo físico, la guerra, la enfermedad, la muerte cercana no dejaban espacio para filosofar sobre la felicidad. Hoy, en cambio, vivimos lo suficiente, tenemos confort, acceso a información, tecnología… y eso nos permite preguntarnos si somos felices. Pero ese mismo lujo nos expone a un nuevo tipo de sufrimiento: el de no encontrar sentido en medio del bienestar.
El progreso ¿ha sido un retroceso?
No creo que haya sido un retroceso, sino un desafío.
La tecnología nos dio herramientas, pero también nos vació de ritos, de cuerpo, de arraigo. Hemos desnaturalizado nuestra naturaleza, y con ella hemos perdido la relación con lo esencial. Ya no somos parte de la Naturaleza, sino espectadores. La miramos desde fuera, como algo que se protege, se mide, se gestiona… pero ya no la habitamos.
El resultado: una humanidad desconectada de los ciclos, de la tierra, del cuerpo, del tiempo real. Habitamos mundos virtuales, climas controlados, existencias organizadas por agendas digitales. Y sin embargo, el alma sigue pidiendo lo antiguo: fuego, peligro, abrazo, silencio, ritual.
Vivimos en tregua, sí, pero también en desarraigo. Una especie de paz anestesiada, de serenidad artificial, que no logra calmar el grito profundo del que intuye que ha nacido para algo más que sobrevivir.
Y sin embargo, no todo está perdido. Algunos, los que se atreven a mirar hacia dentro, descubren que el camino no está en huir del sufrimiento, sino en habitarlo sin rendirse. En aceptar que no todo tiene respuesta, pero que eso no invalida la búsqueda. En reconocer que amar, aunque duela, sigue siendo lo más valiente que podemos hacer.
Quizá la verdadera serenidad no sea la ausencia de dolor, sino la capacidad de no traicionarse a uno mismo en medio de él. Y si eso es así, entonces todavía hay lugar para vivir con dignidad. Aunque sea en treguas. Aunque sea en silencio. Pese a que sepamos que no todo será comprendido.
Pero al menos, viviremos desde la verdad.