Javier y Raquel no eran ricos.
Tampoco eran pobres.
Eran esa clase media que sobrevive a base de combinar ingenio, esfuerzo y algo de suerte.
Vivían en Alboraya, en un piso de alquiler.
Y desde 2018, alquilaban un pequeño apartamento en Valencia como vivienda turística.
Legal.
Con su licencia.
Pagando impuestos.
Cumpliendo normas.
Nada de plataformas opacas ni huéspedes fantasmas.
Su red de seguridad
Aquel piso les salvó la vida en más de una ocasión.
Con dos niños pequeños y sueldos intermitentes, el ingreso del apartamento era su único margen de estabilidad.
Lo cuidaban. Atendían personalmente a los inquilinos. Mantenían la finca tranquila.
Nadie se quejaba.
En 2024, leyeron en prensa que venían nuevas regulaciones.
Pero su licencia era de junio de 2018, justo antes del corte de la nueva norma.
Respiraron.
“Estamos dentro”, pensaron.
Solo habría que renovar cada cinco años. Ningún problema.
Hasta que un día, sin previo aviso, llegó una carta del Ayuntamiento.
Suspensión inmediata de la actividad.
Sin audiencia.
Sin posibilidad de defenderse.
Y sin entender por qué, si su licencia seguía siendo válida.
Javier se quedó mudo.
Raquel se echó a llorar.
Aún quedaban huéspedes en el calendario.
Aún debían pagar el alquiler de su casa.
Ellos confiaban en que el Estado jugaba limpio.
Y sin embargo, allí estaban.
Fuera del juego.
Por un decreto mal aplicado, por un exceso de celo burocrático, o por simple arbitrariedad.
No pidieron subvenciones.
No pidieron que les regalaran nada.
Solo querían trabajar.
Gestionar su propiedad sin molestar a nadie.
Ser legales.
Ser responsables.
Y eso, al parecer, no era suficiente.
Ahora, el piso está vacío.
Y con él, también la confianza en un sistema que castiga al que cumple, mientras mira hacia otro lado con los que esquivan las reglas.
No es una historia trágica.
Pero sí profundamente injusta.
Y lo peor: cada vez más frecuente.
