Mientras el mundo arde, España sigue atrapada en su pequeño teatro. ¿Madurez o irrelevancia? España dividida mirándose al ombligo.
El mundo cambia, se reconfigura, se rompe… y España sigue mirándose al ombligo.
Un ombligo, además, lleno de mierda.
Porque no es introspección: es autocomplacencia tribal.
Es la obsesión cíclica por peleas internas mientras el tablero global cambia sin pedir permiso.
Mientras EE. UU. bombardea, China extiende su influencia y Europa se desorienta, España sigue discutiendo si el pasado fue suficientemente progresista o excesivamente facha. Nos hemos especializado en la guerra simbólica: estatuas, lenguas, banderas, tuitazos.
Todo muy épico, todo muy vacío.
- Política exterior: inexistente.
- Modelo productivo: precario.
- Autonomía energética: nula.
- Relevancia internacional: decorativa.
- Corrupción sistémica: repugnante.
Nos creemos especiales mientras importamos gas de dictaduras, exportamos talento joven y subcontratamos la defensa nacional a la OTAN.
Eso sí, tenemos opiniones para todo. Y una superioridad moral que ni Francia en sus mejores días.
Lo peor no es el provincianismo: es la falta de ambición.
España no quiere entender el mundo, quiere seguir hablándose a sí misma en bucle. Y así es imposible tomar decisiones estratégicas. Porque no se puede influir en nada si estás anclado en el eterno retorno de tus propios traumas.
Ya ni siquiera es ideología: es pereza intelectual. Y el precio de esa pereza es quedar al margen de lo que importa.
España, hoy, no es un actor global. Es un comentarista con megáfono y sin plan.
Y en un mundo que se endurece, eso no es neutralidad: es irrelevancia elegida.
QUIZAS DEBAMOS NEGARNOS A SEGUIR…
«TRAGANDO SAPOS»
